11 de marzo: día internacional del riñón



1


La mami te trenza el cabello y te ata un nudo fuerte con el elástico verde que hasta hoy – ocho años y 5 meses después- conservas en el segundo cajón derecho de tu velador. Te quitaste los aretes de argollita y las miles de pulseras coloridas de hilo que tu misma te hiciste durante el verano, se las das a tu mamá y ella las guarda en le maletín junto a tu ropa y pijama.

Te sientes tranquila y además vacía. Ya no hay marcha atrás. El enema de la noche anterior cumplió muy bien su función. Hoy por la mañana no tomaste más que un té y dos galletitas de soda. Es en estos momentos cuando más ganas te dan de comer tus menestras preferidas, tus lentejas de los lunes, con su hotdog encima, claro.

Luego de asegurarse de que no queda nada regado en el cuarto y de que el maletín está en el closet, junto a la frazada a ser usada esa noche, tu mamá se sienta a tu lado y te mira con esos ojos pardos desbordando tristeza, tristeza en su mirar que tú identificas desde los 6 años –cuando fuiste consciente de que eras hija mayor y que debías protegerla- y que ahora te ponen en una posición aún más vulnerable. Cabe la posibilidad de que ya no estés ahí, a la guardia.

Intentas consolarla y te sale una voz débil:

-“Mamá, no tengo miedo, no va a pasar nada, las cosas van a salir bien. Mira a la Mami, ella es más viejita que tú y es fuerte. Mírala y espérame con ella”.

Tu mamá no dice nada, respira y voltea su mirada hacia la puerta, nerviosa, porque tu papá no llega y en cualquier momento vienen a llevarte. Ella quiere que él se despida de ti. No soportaría ser la última en verte, sería demasiada responsabilidad si es que algo saliera mal en el trayecto.

Piensas que la tristeza que ella destila no es solo porque tú, su hija adorada no podrá acceder a los mimos a los que siempre estuvo acostumbrada en momentos difíciles, sino porque se siente culpable por la imperfección congénita con la que llegaste a este mundo, y que en los próximos momentos se intentará remediar.

“Santo Domingo, ayuda, Virgen María, milagro, Dios, cuidarla, Señor, protégela,” Esas palabras –que brotan de los labios de la Mami- son las únicas que logras distinguir, mientras con una mano te coge del brazo, y con la otra, acaricia tu cabeza.

Todo ha pasado tan rápido que ni incluso ahí, donde te encuentras, a pocos minutos de caer en el sueño más profundo, logras recomponerte del todo de la noticia. Te parece que los otros lo sufrieron por ti, ellos quisieron, no preguntaron.


Vinieron por ti, llegó la hora. No terminas de pensar en los rezos de la Mami ni en la preocupación de tu mamá. Ya vinieron por ti. Te sientas, un pie y luego el otro, ya estás abajo, te paras, caminas y vas hacia la silla móvil cuidando de que la bata blanca cubra bien tus vergüenzas. Te sientas, nuevamente. Una señorita sonriente y vestida de blanco empuja la silla móvil, van por un pasadizo.

2


La Navidad del 2000 no sería como las demás. Esa sería más triste aún. Siempre pensaste que tu felicidad dependía de lo que se decidiera en casa, y en donde, obviamente, tu no participabas. En ese diciembre, luego de que tus padres terminaran por arruinar el poco “ambiente navideño” que quedaba –a parte del árbol, el nacimiento muy católico y los regalos para los primos y primas menores- tus ganas de desaparecer aumentaron considerablemente.

Hace un par de semanas habías ido al médico, tus constantes infecciones urinarias no te dejaban tranquila. Luego de medicarte los antibióticos y diuréticos de siempre y de recomendarte ser más aseada, el doctor pidió que se te haga una ecografía para ver si las infecciones también habían afectado tus riñones. Se te programó el examen para el día siguiente.

Tus papás y tú llegaron increíblemente puntuales. Esperaron unos minutos e ingresaron a la pequeña habitación con cortinas blancas, un escritorio, una computadora y una señorita sentada frente a ella. El doctor te ordenó quitarte las ropas superiores y ponerte una bata colgada en el baño. Seguiste las indicaciones rápidamente, te ponía nerviosa que estuvieran tantas personas juntas en el mimo espacio.

Avanzaste hacia la camilla en donde ya sabías tenías que sentarte y eso hiciste. El doctor te dijo –con una gran sonrisa y una cálida voz- que te aplicarían un gel que ayudaría a deslizar el aparato sobre tu espalda y que permitiría una mejor visualización de tus riñones. Sentiste el frío elemento sobre ti y con él, el aparatito que te masajeaba de arriba abajo, de izquierda a derecha y en forma circular primero el lado derecho de tu espalda.

Sentada y tratando de entender que significaba esa pantalla con fondo negro y figuras amorfas que cambiaban de posición y de tamaño, te mantuviste mirando fijamente. Te indicaban inhalar y exhalar y lo hacías lentamente y ya te parecía raro que el doctor se detuviera tanto tiempo en ese lado de tu espalda. Mientras que la señorita que estaba frente a la computadora observaba al doctor esperando sus indicaciones, éste, miraba la pantalla con extrañeza.

“Probemos con el otro lado”, dijo.


Julio 2009




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